La playa
Preludio en la
montaña
Estoy completamente solo y camino montaña arriba, inundado
de sudor. Regueritos de agua salada caliente chorrean desde el cuello, bajan por los
hombros y en el pecho se unen a otros para engrosar la tremenda sudadera que al
llegar a las piernas se ha convertido en una inmisericorde deshidratación. Cargo
mi mochila en bandolera y a cada paso que doy aumenta de peso. Soy consciente
de que solamente llevo dos frascos de agua, un paquete de cuatro latas de atún,
un tubo de bloqueador solar, una mano de plátanos, una piña, una sandía, la camiseta,
la pantaloneta, una toalla. No debería pesar tanto, digo, y aprieto el paso. Más
adelante, al coronar una de las pequeñas cumbres de la montaña alcanzo a ver a
dos de mis compañeros de aventura que se han detenido a descansar. Se cambian
de lado y la emprenden otra vez con el transporte del cooler repleto de hielo,
agua y no sé qué otras cosas más. Uno de ellos, como yo, va, exceptuando los
zaparos deportivos, completamente desnudo.
El trayecto dura más de una hora, desde el lugar en donde
hemos dejado estacionados los vehículos. Nuestro destino es una supuesta playa solitaria y paradisiaca al otro lado de
la montaña. En esos momentos disfruté del placer, anhelado durante mucho tiempo,
de caminar por un sendero, rodeado de vegetación y del ruido de cientos de pájaros
en completa desnudez. Me sentí parte del bosque, la vista aguzada como la de
uno de los animales ocultos tras los árboles, el olfato agudo percibiendo el
perfume de los ovos caídos en el sendero y la vista atenta a cada paso que daba,
ya que si resbalaba en ese tapiz rojo de frutos caídos, hubiera dado con el
culo contra el suelo. Llucho y embarrado hubiera quedado, pero no sucedió así y
la caminata tuvo un final feliz.
Nos hemos venido preparado desde hace más de quince días,
haciendo las reservaciones, llamando a los compañeros de la aventura, elaborando
un primitivo itinerario y un presupuesto más que apretado para que todos
pudieran adherirse al paseo. Y aquí estamos, en plena ascensión.
Y el premio es
realmente desmesurado para el esfuerzo realizado: desde la cumbre vemos el mar
y una hermosa playa. Nos abrazamos, nos tomamos fotos, lloramos. Claro,
pensando en que estamos a medio camino y aún no hemos hollado la arena con
nuestros citadinos pies.
Pero como no hay plazo que no se cumpla, minutos más tarde
(un montón de minutos) descendemos casi corriendo, salvo los portadores del
sagrado cooler, que ya no daban más. En algún momento se me parecieron a los portadores de la arca de la alianza
sudando en pleno desierto mientras el rey David vociferaba santos improperios.
Al llegar al borde de la playa apartamos a unas vacas,
primero diciéndoles dulcemente shooooooo, luego quiten de ai, y al final
gritando algo así como ¡dejen pasar, vacas putas!
Y poniendo pie en tierra e hincando rodilla derecha tomamos posesión
de estas nuevas indias en nombre del rey. No sé a quién se le ocurrió esta
payasada, el caso es que más rápido que volando son despojamos de lo que
quedaba de nuestra vestimenta, en mi caso los zapatos, y la mochila y nos
dedicamos a disfrutar de la propia y de la otra desnudez. La del cuerpo y la
del espíritu cuando sentimos la brisa, la arena y el agua en las partes que nunca han sido libres, salvo en la ducha
de nuestras civilizadas viviendas. Aquí solo necesitamos una gorrita y nada más
y si no la tienes, pues ves que no es tan importante.
Uno a uno fueron llegando los sobrevivientes de la caminata
y uno a uno se fueron desnudando y tomando posesión del sitio que habíamos elegido
sabiamente: a la sombra de un saliente de tierra de unos diez metros de altura.
Colocamos nuestras pertenencias, el cooler, la sombrilla, el letrero que mandamos a hacer con nuestro
logotipo, manifestando que en esta playa estaba permitida la práctica del
sagrado nudismo. Minutos más tarde abandonamos el lugar porque comenzaron a llover terrones y
piedras; el risco se desmoronaba y corríamos el riesgo de terminar sepultados
lluchos. Y sin la cedula en el bolsillo,
¿Cómo nos iban a identificar?
Ya más seguros, al borde del mar y a la sombra del parasol,
donde, como pudimos ratificar, alcanzan doce personas o más, nos pusimos a disfrutar del mejor día de playa
que puede haber tenido mortal alguno. Las olas, el sol, la arena de la playa y
la marea que subía y subía sin tregua fueron los protagonistas de la aventura.
El almuerzo consistió en una sandía que resultó estar en avanzado grado
de descomposición, una piña que fue sacrificada con una navaja de afeitar y un plátano
negro y aplastado, consecuencia de los movimientos internos del hielo en el
cooler.
Al final de la tarde se
nos fueron acercando tímidamente unos
niños, seguramente hijos del cuidador de la hacienda. Gateando al principio,
caminando después hasta que departieron con nosotros, sin ningún temor unas
papas fritas y una que otra golosina. El Pablito les regaló como despedida una pelota de futbol
autografiada por Maradona.
Nos tomamos las últimas fotos encaramándonos en un banco de
arena para huir de la marea que nos echaba malamente fuera delos dominio de Poseidón. De muy mala gana,
remoloneando hasta el fin, nos vestimos y emprendimos en viaje de regreso. A través
de la montaña, pero esta vez con el
cooler vacío.
Ivan knud
Manabí, febrero del 2013