Nudismo Ecuador

martes, 19 de febrero de 2013

La playa




Preludio en la montaña

Estoy completamente solo y camino montaña arriba, inundado de sudor. Regueritos de agua salada caliente  chorrean desde el cuello, bajan por los hombros y en el pecho se unen a otros para engrosar la tremenda sudadera que al llegar a las piernas se ha convertido en una inmisericorde deshidratación. Cargo mi mochila en bandolera y a cada paso que doy aumenta de peso. Soy consciente de que solamente llevo dos frascos de agua, un paquete de cuatro latas de atún, un tubo de bloqueador solar, una mano de plátanos, una piña, una sandía, la camiseta, la pantaloneta, una toalla. No debería pesar tanto, digo, y aprieto el paso. Más adelante, al coronar una de las pequeñas cumbres de la montaña alcanzo a ver a dos de mis compañeros de aventura que se han detenido a descansar. Se cambian de lado y la emprenden otra vez con el transporte del cooler repleto de hielo, agua y no sé qué otras cosas más. Uno de ellos, como yo, va, exceptuando los zaparos deportivos, completamente desnudo.
El trayecto dura más de una hora, desde el lugar en donde hemos dejado estacionados los vehículos. Nuestro destino es una supuesta  playa solitaria y paradisiaca al otro lado de la montaña. En esos momentos disfruté del placer, anhelado durante mucho tiempo, de caminar por un sendero, rodeado de vegetación y del ruido de cientos de pájaros en completa desnudez. Me sentí parte del bosque, la vista aguzada como la de uno de los animales ocultos tras los árboles, el olfato agudo percibiendo el perfume de los ovos caídos en el sendero y la vista atenta a cada paso que daba, ya que si resbalaba en ese tapiz rojo de frutos caídos, hubiera dado con el culo contra el suelo. Llucho y embarrado hubiera quedado, pero no sucedió así y la caminata tuvo un final feliz.
Nos hemos venido preparado desde hace más de quince días, haciendo las reservaciones, llamando a los compañeros de la aventura, elaborando un primitivo itinerario y un presupuesto más que apretado para que todos pudieran adherirse al paseo. Y aquí estamos, en plena ascensión.
 Y el premio es realmente desmesurado para el esfuerzo realizado: desde la cumbre vemos el mar y una hermosa playa. Nos abrazamos, nos tomamos fotos, lloramos. Claro, pensando en que estamos a medio camino y aún no hemos hollado la arena con nuestros citadinos pies.
Pero como no hay plazo que no se cumpla, minutos más tarde (un montón de minutos) descendemos casi corriendo, salvo los portadores del sagrado cooler, que ya no daban más. En algún  momento se me parecieron a  los portadores de la arca de la alianza sudando en pleno desierto mientras el rey David vociferaba santos  improperios.
Al llegar al borde de la playa apartamos a unas vacas, primero diciéndoles dulcemente shooooooo, luego quiten de ai, y al final gritando algo así como ¡dejen pasar, vacas putas!
Y poniendo pie en tierra e hincando rodilla derecha tomamos posesión de estas nuevas indias en nombre del rey. No sé a quién se le ocurrió esta payasada, el caso es que más rápido que volando son despojamos de lo que quedaba de nuestra vestimenta, en mi caso los zapatos, y la mochila y nos dedicamos a disfrutar de la propia y de la otra desnudez. La del cuerpo y la del espíritu cuando sentimos la brisa, la arena y el agua  en las partes  que nunca han sido libres, salvo en la ducha de nuestras civilizadas viviendas. Aquí solo necesitamos una gorrita y nada más y si no la tienes, pues ves que no es tan importante.
Uno a uno fueron llegando los sobrevivientes de la caminata y uno a uno se fueron desnudando y tomando posesión del sitio que habíamos elegido sabiamente: a la sombra de un saliente de tierra de unos diez metros de altura. Colocamos nuestras pertenencias, el cooler, la sombrilla,  el letrero que mandamos a hacer con nuestro logotipo, manifestando que en esta playa estaba permitida la práctica del sagrado nudismo. Minutos más tarde abandonamos el lugar  porque comenzaron a llover terrones y piedras; el risco se desmoronaba y corríamos el riesgo de terminar sepultados lluchos.  Y sin la cedula en el bolsillo, ¿Cómo nos iban a identificar?
Ya más seguros, al borde del mar y a la sombra del parasol, donde, como pudimos ratificar, alcanzan doce personas o más,  nos pusimos a disfrutar del mejor día de playa que puede haber tenido mortal alguno. Las olas, el sol, la arena de la playa y la marea que subía y subía sin tregua fueron los protagonistas de la aventura.
El almuerzo consistió en  una sandía que resultó estar en avanzado grado de descomposición, una piña que fue sacrificada con una navaja de afeitar y un plátano negro y aplastado, consecuencia de los movimientos internos del hielo en el cooler.
 Al final de la tarde se nos fueron acercando tímidamente  unos niños, seguramente hijos del cuidador de la hacienda. Gateando al principio, caminando después hasta que departieron con nosotros, sin ningún temor unas papas fritas y una que otra golosina. El Pablito les regaló  como despedida una pelota de futbol autografiada por Maradona.
Nos tomamos las últimas fotos encaramándonos en un banco de arena para huir de la marea que nos echaba malamente fuera delos  dominio de Poseidón. De muy mala gana, remoloneando hasta el fin, nos vestimos y emprendimos en viaje de regreso. A través de la montaña, pero esta  vez con el cooler  vacío.



Ivan knud  

Manabí, febrero del 2013